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Por Oscar aleuy , 2 de noviembre de 2025 | 13:25Mañihuales y el Viviana entre los chanchitos de la Filomena
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Anécdotas casi reminiscentes nos acompañan hoy en el Balseo, el Viviana, un Puerto Aysén creciente y varios personajes sugestivos y encantadores que me enorgullecen
Pasé ayer por el Balseadero del Mañihuales. Por la tarde arreció la lluvia y pensé con nostalgia en esos tiempos de borrascas cuando partíamos a Puerto Aysén en la camioneta Ford de papá encaramados en los barandales altos porque nos íbamos de regreso al internado a retomar la jornada de la semana.
Ese lugar lleno de verduras y riachuelos, pequeños saltos de agua cayendo desde la cima de los montes aledaños, debería haberse llamado El Balseadero, como habitualmente le nombraban a la actividad de transportar gente y vehículos de una orilla a otra de los ríos, pero no llegó a eso. Fue conocida como una de las localidades con más presencia aysenina y nombrada simplemente como El Balseo. Pensaba en el ahorro del idioma nuestro tan peculiarmente corto y de brevísimas expresiones que cuesta alargarlas al casi no oírnos las eses y apagarse la chispa expresiva. Por cierto con la velocidad expresiva de los chilotes.
Ese Balseo tenía su emplazamiento en un bajo cerca del Mañihuales, antiguo e histórico trayecto por donde obligadamente debían pasar y descargarse las carretas con lana que la Compañía transportaba hacia Puerto Dunn a principios de los años 20. La gente la conoció como Villa Steffen y así se quedó no más, más ritmo sincopado, más corto el período expresivo no sé por qué tanto si éramos tan lentos, tanto nosotros como el tiempo arrastrado por entre los derrumbes, la lluvia y los truenos de Julio.
Pasó por ahí Steffen
Frederic Emil Hans Steffen Hoffman era el verdadero nombre de nuestro insigne explorador y descubridor de tierras y valles, el más destacado, creemos. Había nacido el 20 de julio de 1865, en la ciudad de Fuerstenwerder, provincia de Brandenburgo, Alemania y era hijo del médico Emil Steffen y de Ann Hoffman. Un portento de líder de los descubrimientos expedicionarios. Una figura hierática al decir de pocos que podían haberle visto por ahí, según contaba la abuela Chayo nfumando su segunda cajetilla de Libertys.
Antes de ser villa, el lugar constituyó una silueta de paso, tal como se definía el espacio transitorio por donde recorríanse tramos imposibles de muchos días para llegar penosamente a destino. Era un paso obligado de jinetes y carreros, de caminantes y posteriormente de vehículos, cuando se construyó una garita a la vera de la huella, una cancha de fútbol doscientos metros al interior y la recordada escuela del Balseo, de la cual se tienen innumerables recuerdos.
Los que llegaron primero
Los primeros pobladores conocidos del antiguo lugar fueron don Abundio Fontecha Martínez, quien se pobló en 1931, y doña Juana Parra Sánchez, dos años antes. Tuve la suerte de abrtir esa tranquera de golpe del campo del Viviana donde la viejecita, con su delantal florido y su estampa de mujer antigua, le daba como caja a la sin hueso y abría ojos desmesurados y creo que reía demasiado para ser octogenaria. La alegría sana de los campos y las verdolagas, acaso el silencio que todo lo rodeaba y lo hacía sensorial y hasta celestial creo.
El lugar prontamente comenzó a ser considerado sólo como tránsito y sitio de balsas que trasponían el correntoso río Mañihuales, alcanzando orillas en breves quince minutos o algo más. Desde entonces se nombró mucho más como El Balseo. Algunos años antes, en 1902, ya cruzaba una balsa por ese lugar, que estaba a cargo de los ingleses de la Compañía Industrial del Aysén, específicamente a cargo de la comisión chilena de límites. Sólo hasta 1920 fue levantado el pequeño retén que luego, en la década de los 60 fue derribado por vejez y desuso, no así la escuela que sigue funcionando hasta nuestros días y el viejo puente que sirve de solaz a visitantes y turisteadores. Todo ocurría en la ribera sur del Mañihuales, ya que al otro lado orillaba una angosta huella entre la barda y la costa del río.
En 1932, los primeros balseros que ya trabajaban en el lugar oficialmente contratados por la compañía eran Lorenzo Montecinos, Lorenzo Gallardo y Pedro Rivera, quienes comenzaban con gran diligencia a hacerse conocidos por su prestancia y capacidad para sobrellevar la responsabilidad de manejar las peligrosas balsas, especialmente en la temporada invernal. Unos cuatrocientos más abajo, hacían lo propio los muy recordados balseros Luis Flores y Roberto Millacura. Qué manera de caerme bien esos datos que la gente vieja, los habitantes iniciales del lugar se sabían de memoria al haber estado siempre con ellos siendo cabros chicos que se subían a los botes o a la misma balsa para entrometerse en los trabajos hechos para los mayores. Pero así se aprendía más pronto y mejor, me contaban con orgullo.
La profesora Jacobina Pradel
Claro, no dejaron de hablarme de la profesora del lugar, una maestra de la normal que llegó casada a trabajar en medio de la selva como educacionista. Fue la primera profesora que vino a hacerse cargo de sus funciones en la vieja escuela del sector, doña Jacobina Pradel, quien venía ya casada con el importante vecino del lugar don Víctor Schwartz. Ambos tuvieron una hija, a la que pusieron Viviana. Y es por eso que el lugar se conoció con ese nombre. Dos kilómetros más allá del puente había levantado su casa esta conocida familia pionera. La misma construcción sirvió para albergar la primera escuela, que funcionó como tal hasta que fue inaugurada la actual, una vieja fachada que se mantiene hasta nuestros días.
Esta singular familia se dedicó incansablemente a permanecer a cargo de un predio colosal, con ubérrimas tierras que les hacían responder a sus encantos. Fue así que no faltaba nunca la buena chacarería, la leche, la miel, las hortalizas y mucha criancería de animales, especialmente vacas, cerdos y equinos.
La chanchita de doña Filomena
Una de las más lindas anécdotas que aún se comentan entre los lugareños es acerca de lo que sucedió en cierta ocasión cuando la vecina de los Schwartz, doña Filomena Gallardo, esposa de Lorenzo Montecinos tenía entre sus animales a una chancha muy favorita y muy paridora, con camadas que significaban una decena de retoños. Tanto era el orgullo que la mujer profesaba hacia su animalito que le cuidaba como a la niña de sus ojos, no permitiendo que nada anormal le ocurriera. En pleno noviembre de 1930 las crías de su chanchita retozaban a pleno sol y con libertad y relajo en su sitio que colindaba con el de don Víctor y que estaba separado por alambradas. Pero, de pronto, en un descuido, un par de chanchitos ingresaron al predio de don Víctor, y luego todo el grupo familiar hizo lo mismo, comenzando a dar cuenta de las plantaciones de zapallos que el horticultor también cuidaba con mucho esmero. Ver a los chanchos e ir a buscar su escopeta fue una sola cosa.
Don Víctor mató a todos los chanchitos y a la chancha y se entró a la casa, pero en un instante se produjo la escandalera más grande de su vida, al tener que enfrentar la iracundia de la mujer, que estuvo a punto de matarlo si no fuera por la presencia de vecinos. La historia es conocida en el lugar y hemos procurado en cuatro décadas que trascienda las fronteras de la villa.
Francisco Fernández, el constructor de puentes
Francisco Fernández no pasó por Puerto Aysén sin dejar huellas. Muy por el contrario, fueron profundas y con sello muy personal como de geometría sinuosa que se adhiere a todos los escenarios posibles dentro de un poblado aburrido, vacío, muerto —al decir de los gringos cuando vienen, que bajan la cabeza como apesadumbrados. Al parecer, fueron pocos los que ayudaron al puerto a ser y estar vivo, activo y prendido y Fernández fue uno de esos, ya que venía de un barrio activo como Estación Central, la mismísima calle Unión Americana, una avenida inmensa, ancha y vigorosa, que logró imbuir en el espíritu del niño y del joven un ánimo inquieto de soberbio visionario, estudioso y locuaz, lleno de bríos en la primera vida, esa que se forma según el ambiente que se vive.
A don Francisco le gustaba ir siempre a mirarla a su madre trabajando en un bolichito de lanas del portal Edwards, tiñéndose de mundo y de algarabía en medio de espacios gigantescos y encementados. Los autos ya corrían raudos en los 40, sonaban los estilos de la última moda con las vigorosas púas de las victrolas y Tito Schipa, la Simone y un Gardel a todo canto. A su padre José no lo conoció.
Años más tarde se tituló de Ingeniero Civil en la U luego de haberse formado en el cercano Liceo de Aplicación, aquel que prevalece aún en un vetusto edificio del barrio. Su práctica profesional la realizó en Valdivia, rodeado de la belleza de Corral, en la construcción del puente sobre el Calle Calle, el que se inauguraría en 1945, el mismo año que cumplía importantes funciones como Inspector de los puentes Mataquito y Renaico.
De alguna forma, Fernández se encontraba a punto de convertirse en experto en puentes a través de todo Chile, y fue aquello justamente que le hizo acercarse hasta Aysén, al ser notificado para efectuar un reemplazo del cargo que dejara el ingeniero Hugo Brathwhite, fallecido por inmersión al hundirse el bote en el que cruzaba el río Aysén. La noticia de su nombramiento sorprendió tanto a su mujer Marta Lopetegui, con quien recién se había casado, como a él. Rápidamente desearon saber dónde llegarían, buscando en los mapas y conociendo detalle por detalle. Para nada les importó la dificultad, el aislamiento ni la distancia. Ellos partieron rápido, con la idea de que se trataba de un reemplazo. Pero el tiempo diría algo distinto. Francisco Fernández Michaud sería nombrado oficialmente Ingeniero Provincial de Aysén.
Su incursión por el poblado, la vida social, el comercio, la vecindad y el sentido de lo cotidiano, le engarzaron tan profundamente a la comunidad que pronto se hizo conocido y querido, respetado por su gran erudición y aficiones a la música, la literatura, la docencia Me imagino que procuraba siempre enseñar a estudiantes, siguiendo el ejemplo docente de Marta, su mujer profesora. Una mujer vigorosa intelectualmente, llena de bríos, de buen humor y de inolvidable pachorra para enseñar el álgebra en tiempos difíciles de nuestra temprana adolescencia.
Su importante marido, entretanto, participaba activamente en obras de incalculable valor para nuestros pueblos, el camino a Chacabuco, a Puerto Piedra, su puente colgante, Viviana, Mañihuales, Villa Ortega, Emperador, Chile Chico, Fachinal, Aeropuerto de Cochrane, Aguas Muertas, Coyhaique, defensa y balsa en río Aysén, y muchos caminos en toda la región. Estuvo a cargo de esas obras hasta 1960, año en que renunció voluntariamente.
De sus obras, conocemos todo, de su vida y de su talante prácticamente nada. Casi todos los de su hermandad masona se jactaban medio en serio y en broma, de los apelativos que caracterizaban a esta gente tan prolífica y dedicada en cuerpo y alma a sus ideales. También él estaba en ese grupo: Rotario, Bombero, Radical y Masón. Aquí en Coyhaique hubo varios, Oscar Martínez, Pedro Quintana, por nombrar sólo a dos. Fue entrañable su amistad con gentes de la talla de Ciro Arredondo y Gastón Adarme. Compartió horas laborales y de relajo con Raúl Alvarez, del Internado, Carlos Vega y Atendolfo Pereda. Anduvo junto en correrías y reuniones de honor y pasión con Polo Carbonel, Alejandro Núñez, Juan Ramírez y Jerónimo Torres. No le alcanzaba el tiempo, era un excelente padre, un buen esposo, un gran integrante de esa familia con la cual se le veía radiante en los días soleados dentro de su auto, tarareando feliz la música de sus amores, arias de ópera, melodías inmortales, afición que aprendió en Santiago, donde asistía a conciertos en el Municipal o aquí mismo en Aysén cuyos espectáculos o conciertos jamás se los perdía.
Se sintió siempre feliz de organizar eventos para la comunidad, beneficios y rifas, kermesses. Fundó una tercera compañía de bomberos de lujo, además de una brigada contra incendios. Participaría en la instalación de la compañía de teléfonos, y haría lo posible por ayudar a los necesitados, gestionaba obras como el alumbrado del cerro Mirador, un generador de luz para un colegio de monjas, una central de compras, y ese bendito comercio de materiales de construcción para que el pueblo se vea más lleno de casas, siendo pronto presidente de la Cámara de Comercio. Ayudó a los estudiantes, a los campesinos, a los que le necesitaban, enseñó a los niños en su casa, tenía una gran biblioteca, educó a sus hijas, quiso vivir bien, tranquilo y feliz, y parece que lo consiguió, pues vivió hasta los 86 años.
Estas minucias anecdotarias del Viviana, El Balseo del Mañihuales, de la misma Puerto Aysén en sus desconocidas facetas, son los motores que rugen desde siempre en nuestras últimas esquinas de Aysén, donde resuenan los timbales de la fiesta cronística y se desperezan en silencio los clamores de la historia.
